El binomio de arte y moda ha sido una constante a la hora de crear prendas, colecciones y conceptos creativos por parte de las marcas en su búsqueda por conectar con un cliente cada vez más exigente y con una competencia cada vez más globalizada.
Ambas vertientes comparten la búsqueda y transmisión de un mensaje cargado de simbolismo y significado que conecte de una manera consciente e inconsciente con el público, anclándose en su memoria.
La moda, desde siempre, ha sido un reflejo de las épocas que viste, sirviendo de lienzo al resto de artes y áreas con las denominadas tendencias; el uso de las telas, la forma de cuerpo, los accesorios e incluso la tez de la piel son importantes indicadores del momento histórico por el que nos movemos, y también, del estilo y movimiento social (grunge, preppy, barroco…).
Sin embargo, muchos teóricos y ‘’gurús’’ de la moda exigen a la misma que tenga un significado claro, o que únicamente se limite a cubrir las principales necesidades que tenemos cada uno. Pero prenda tras prenda y temporada tras temporada, la moda demuestra que vale más por aquello que percibe la mente del que observa y viste, que por la idea que quiera transmitir el creador. Sobresaliendo aquellos diseñadores que dejan claro su estilo y visión de la moda, pero que comprenden que su valor y significado cobra sentido al posarse en la piel de aquel que lo lleva.
Quizás, una de las figuras más representativas que jugó y se nutrió de ese binomio artístico fue la diseñadora italiana Elsa Schiaparelli.
Nacida en Roma, descendía de un padre astrónomo y madre aristócrata. A los 22 años, en Londres, conoció a Wilhelm Wendt de Keylor, con el que se casó 24 horas después de su primer encuentro. Influída por los movimientos futuristas italianos, cubistas y fauvistas parisinos sus creaciones tuvieron un marcado carácter surrealista. Una de sus obras más icónicas fue un vestido que hizo junto a su amigo Salvador Dalí en 1937, la pieza se le conoce como Lobster Dress. Se trata de un vestido largo de organiza de seda blanca con escote redondo, sin mangas y una langosta enorme de color carmesí pintada por el pintor catalán.
El vestido original fue lucido por Wallis Simpson en fotografías tomadas por Cecil Beaton en los jardines del Château de Candé, poco antes de su matrimonio con Eduardo VIII.
Un año más tarde, y siguiendo la misma estética bajo el surrealismo, creó el Vestido Esqueleto y el famoso Sombrero Zapato.
Si avanzamos un poco en el tiempo, nos encontraremos los trampantojos y conceptos disruptivos de McQueen o las revolucionarias firmas japonesas, destacando los vestidos con manos de Rei Kawakubo para Comme des Garçons. Otra de las referencias y que se mueve a través de los juegos ópticos es Iris van Herpen que combina métodos tradicionales con la experimentación y la innovación tecnológica o Viktor & Rolf que a menudo han utilizado objetos tales como campanas, almohadas e incluso proyectores en sus arriesgados diseños.
Y si nos aproximamos a los últimos desfiles, probablemente la aguja principal sea la de Jonathan Anderson para Loewe, tacones cuya aguja son objetos tan cotidianos como un pinta uñas o una cáscara de huevo rota. Y en su última colección, el concepto de los globos a través de sus bolsos, gafas de sol y llamativamente, también tacones.
Una fórmula en donde se vuelve a poner de manifiesto el poder de la moda al traspasar cualquier frontera a través de ideas y conceptos siendo, la yutxposición entre lo ordinario y extraordinario.
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